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Soy una muralla
8,8-10

 
A la hermosa joven le vienen recuerdos tristes de su antiguo hogar, cuando a sus poderosos hermanos mayores, con quienes ya había tenido algún que otro disgusto (1,6), les costaba reconocer que ya estaba hecha una mujercita, y desvalorizaban el encantador perfil de sus atributos físicos (8,8):


N uestra hermana es tan pequeñita
que no le han crecido los pechos.
¿Qué haremos con nuestra hermana
cuando vengan para pedirla?

 

Las niñas de aquella cultura se casaban a partir de los 12 años, eligiendo los padres partido para ellas. Las niñas se hacían de pronto mujeres. Si acaso, un perído de reposado compromiso: los esponsales, que, con una duración aproximada de un año, desembocaban en boda, teniendo prohibidas en ese tiempo las relaciones sexuales. Nuestra sabiduría popular ha atesorado unos simpáticos decires de jovencitas que quieren variar su estatuto de niña, y exigen, con urgencia y ternura, que se las trate como personas adultas: madre, al vasar llego: / marido quiero, o también: casadme, padres, casadme, / que el cuerpo se me arde. En sentenciosos labios : ella niña y él mozuelo: / ¡qué parejuelo!
La respuesta protectora de sus hermanos la infantiliza, la encastilla innecesariamente (8,9):


S i es una muralla,
le construiremos almenas de plata.
Si es una puerta,
la protegeremos con tablas de cedro.


La adornaremos, la embelleceremos para que luzca (almenas de plata), reforzaremos las puertas de su virginidad con vigilancia y sabios consejos (tablas de cedro: madera resistente y olorosa).
Nos acerca Miguel Hernández sus fantasías de novio que sueña con acariciar el cuerpo de su amada. Como sensual océano, besará su piel de isla. Pero ella, como los hermanos del Cantar, levanta defensivos muros (Al derramar tu voz su mansedumbre): "Exasperado llego hasta la cumbre / de tu pecho de isla, y lo rodeo / de un ambicioso mar y un pataleo / de exasperados pétalos de lumbre. // Pero tú te defiendes con murallas / de mis alteraciones codiciosas / de sumergirte en tierras y oceanos" .
La jovencita del Cantar, humillada por hermanos que desconfían de ella y deciden en su nombre, se rebela y protesta (8,10):


S oy una muralla
y mis pechos torreones,
mas para él ondeo banderas de paz.


Bandera blanca para su tierno esposo. Se derrumban los muros al vibrante conjuro de sus labios llamándola, al fragante aleteo de manos que la encienden.

 
    
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