Nocturno
de
pesadillas
y
abrazos

3,1-5

 

 
      

 

 

 

En un inquietante movimiento erótico de distanciamiento/cercanía, ausencia/presencia, que tan bien juegan amantes que renuncian al pegoteo, a fusiones despersonalizadoras, el novio se retira discretamente del calor conyugal. Ella sufre de celos, de abandono, o presagia navajas en la noche (3,1s):


S obre mi lecho, por las noches,
yo buscaba al amado de mi alma.
Lo busqué y no lo encontré.

Me levanto y recorro la ciudad
por callejas y plazas
buscando al amado de mi alma.
Lo busqué y no lo encontré.


En la religiosidad cananea se celebraban ritos de ausencia, llorando diosa y devotos la pérdida de Baal. Pero con otras ceremonias, ahora de encuentro, festejaban, en primavera, el retorno del dios. La sexualidad de los fieles, reflejo de la sagrada unión de Baal y Astarté, producía el milagro de la fertilidad. Más allá de probables conexiones religiosas, nos interesamos por la enamorada del Cantar que busca desesperadamente a su perdido amante. Medio loca de amor como María Magdalena (Jn 20,11-18), pregunta por toda la ciudad (3,3-4a):


M e he tropezado con los guardias
que patrullan la ciudad:
¿Habéis visto al amado de mi alma?

Pero apenas los hube adelantado,
¡encontré al amado de mi alma!

Lo estruja entre sus brazos temblorosos. No hay reproches, pero resuena por las bóvedas de su corazón aquella balada triste: "¡Toda la noche esperando! / ¿Cómo no has venido, amor, / estando la luna clara / y el caminito andador?".


L o abracé, y no lo soltaré más
hasta haberlo llevado a la casa de mi madre,
al dormitorio de la que me dio la vida.


  ¿Por qué esa porfía de la amante en llevar al amigo a su casa materna (3,4b), cuando en el ritual judío se consumaba la boda en casa del novio, o en el nuevo domicilio conyugal?  Existe una sutil complicidad entre la fecundidad de su madre y  sus propias expectativas de mujer.

Miguel Hernández ha cantado hermosamente a la transmisión  de la vida como amoroso abrazo de generaciones (Hijo de la  luz y de la sombra): "Con el amor a cuestas, dormidos o  despiertos, / seguiremos besándonos en el hijo profundo. /  Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos, / se besan los  primeros pobladores del mundo."


¡M
uchachas de Jerusalén!
Por las gacelas y las ciervas del campo,
os conjuro:
¡No molestéis,
no despertéis a mi amor
hasta que él quiera!


Se duerme el esposo acunado por la amada, no sabemos si en la fecunda alcoba de su madre transmitiendo de nuevo la vida, o en el bosque, abanicados por brisa de árboles: "En mi pecho florido, / que entero él solo se guardaba, / allí quedó dormido, / y yo le regalaba, / y el ventalle de cedros aire daba" (SJCruz). Si en un primer momento la esposa no dormía de soledad y ausencia, la encontramos de nuevo desvelada, vigilando amorosa el apacible sueño de su amante (3,5).
 
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