T
ravieso tirapiedras, niño toro
jugando a dios, altivo impenitente,
ascua rosa, melena y vuelo de oro,

bello Luzbel: tu vanidosa frente
embistió hacia la Luz, bufa cornada.
Y un acero feroz, sobre tu mente

retadora, clavó su dentellada.
Te derrumbaste al mar, ahora Luzfeo,
aerolito abisal, venus varada.

Y vas por los jardines del deseo
abrasando raíces con sal muera,
gengiskán de la muerte y del saqueo.

Ángel caído, leña carbonera,
frío basalto —ayer volcán ardiente—
¡qué solo al estallar la primavera!...

Para ti no hay perdón, sólo tortura:
almohadilla de agujas y delito,
pelele de vudú, panoplia dura.

Te vives —ay, diablejo azul— cabrito
que carga los pecados de la gente
y agoniza despeñado, maldito.

La rosaleda trama ingenuamente
besar la luz con pétalos de fuego:
se abrasa de rubor el sol naciente.

Y, venteando rosas, sueñas ciego
el Paraíso aquel que amaste un día.
Y que florece un ala, y otra luego.

Pero no: ni en tus ojos la alegría
ni en tus plumas verás un solo nido
ni por tus manos vuelo de poesía.

¡Malhaya tanto hierro, tanto aullido,
tanta y tanta mortal cuchillería!
Me declaro culpable: ¡yo, yo he sido!
¡Y te absuelvo de cargos, vida mía!


 




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