Porque esta enfermedad corre sin pausa
al ritmo acelerado de las olas
del mar. Y con su estruendo
va inundando mi playa de tristeza.
Acudo a ti, Señor, tan desvalido,
con sed de ti, desierto y sin oasis.
Yo te llamo, Señor, y me respondes
con rotundo silencio, y hasta a veces
el silencio es callado y se desgarra
la ilusión de sanarme. ¡Tanta lucha!
Escucho una campana que a lo lejos
ensombrece esta noche, y como estrellas
titilan en mis pulsos los perfiles
del júbilo, poblando con sus luces
mi destierro de fiebre. La campana
suena con un dolor tan insistente
que me olvido de mí, por un instante.










 

Y pienso que tu voz es la que suena
en este corazón desalentado.
Que esta brisa que azota mi crepúsculo
sea tu aliento, Dios. Que tengo frío;
frío, como esos pájaros que vuelan
en bandadas, reptando el firmamento,
sin dejar huella, diminutos: manchas
grises en la amplitud de tu horizonte.
Que la brisa y el bronce que requiebra
este sosiego sea suave bálsamo
en las fatigas últimas que vienen
como náufragos, Dios, a la deriva.

Sí, suena la campana nuevamente
y oigo que tu voz me está llamando
por mi nombre: "¡Hijo, es hora de abrazarte!".


        
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