
 
 
              
 
Cada día 
toco con mis manos la dicha,
 la beso con mis labios,
 la dejo que se aduerma 
dulcemente en mi pecho, 
 que se despierte luego estremecida
 como un hermoso 
sueño.
Enfrente 
el cielo, los pájaros y tu boca entreabierta, 
 sobre la calle con acacias 
y niños,
 delicada y trémula como una sonata.
 Y desde mi 
terraza, íntima como una caricia,
 ávido sorbo la tarde y su 
hermosura,
 contemplo el avión rasgar sereno el aire puro,
 y casi 
toco, acaricio con mis dedos la luna inmensa 
 posada con ternura sobre un 
chopo cercano.
Poca 
cosa es lo que hace falta a veces para sentir la dicha:
 una luz, una flor, 
una brisa, una mano en la nuestra, 
 o esta tarde que parece de carne, de suavísimo 
nácar,
 tarde entregada para un mirar lentísimo,
 para despacio 
entrarla, como un sueño, en el alma, 
 para besarla pura, inmaterial, 
celeste.
                                         