Os he admirado siempre, convecinos
de la mañana, hermanos del trabajo
durante el día, que al caer la noche
como un cansado párpado
sobre el sueño de la ciudad,
aún guardáis una brasa en vuestra sangre
para avivar la hoguera solidaria.

Os veo por las calles desoladas,
uno a uno, de prisa, sin pareja,
llevando bajo el brazo las canciones
junto al calor de vuestro pecho tímido.
Luego os juntáis, y crece vuestra fuerza,
como si de las manos enlazados
hicierais corro a un fuego misterioso.

Cuando oigo vuestro canto, no me basta
su hermosura.
Sois vosotros lo bello,
hombres de los metales con los ojos cansados,
muchachas del telar, delgados aspirantes
al turno sudoroso de los días,
que cada noche os apretáis en torno
de una bandera clara donde cuelga
la amistad sus corbatas de colores.

Este himno os debía. Si no vale
la voz de un hombre solo, hacedme sitio
para que cante hermano con vosotros.

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