A
hora, padre, que amanece y rompe como un hachazo                                                                                    espléndido
el verano sin ti, siento vacío el mundo,
parado el aire tibio, encogida la luz que se derrama.
Ven a las mieses, ven,
para que lamentemos la ballueca,
ven al olor a tierra y a mañana,
ven a tocar la espiga
y a respirar el polvo de los tuyos.
Padre mío, que estás en la muerte,
pronunciado sea tu nombre en la mañana de los pájaros,
venga tu piel tostada de anciano al reino del sol,
hágase al fin tu palabra sin voz en esta tierra que tanto
                                                                                 has amado.
Ven a las viñas, ven y ponte a edrar,
vuelve a la ternura de los pámpanos,
ven al cansancio, ven al trago de vino
y a aquel sudor tan tuyo.
Por esta ausencia tuya, hermana de la tierra,
se abrasa mi recuerdo de ababoles,
se desmaya de láginas,
se eriza con lo agudo de los cardos,
zarpa sobre las olas de las mieses,
anuncia entre las cepas las ubres de dulzura,
se retuerce de olivo de tu raza sin fondo.
Por esta ausencia tuya mi voluntad madruga,
pone las herramientas en tus manos:
te da una azada, layas, hoz, tijeras
de podar (lo que murió no admite más heridas).
Ven a las mieses, ven,
pues fuiste segador de tanto abrazo.
Ven a las cepas, ven, ven al aceite;
vuelva tu poda lenta como un rito.
Ven a la vida, ven, ven de la muerte.
Ven a mi llanto, que el verano empieza.

   

         

                            

   
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