Con su índice largo y descarnado
como una aguja blanca,
chorro de cielo
entre la sombra gris,
la abuela señalaba
la luna y los luceros,
o enhebraba
en un mágico trazo
las cuatro estrellas de la cruz del sur
que eran entonces más brillantes.
Y la noche se acurrucaba suave
como un gato feliz en su regazo.

Las noches de verano,
en el patio de glicinas
y en su sillón de roble
con un ritmo de olas,
era la imagen de la serenidad.

La abuela
no nos contaba cuentos.
Enseñaba,
afirmaba,
convencía.
Era filósofa la abuela.

Decía, por ejemplo:

–Las estrellas son letras
que Dios escribe;
porque Dios escribe con trazados de oro
para siempre.

–Dios nos habla de noche,
en las noches celestes
y su palabra es el silencio;
pero no estiren las orejas
para oírlo
abran el corazón para escucharlo.

 

 

A veces los mocosos pensábamos:

–Está choca la vieja.


Era sólo un instante,
un fugaz pensamiento
porque era buena
y la queríamos.

Cuando una noche
(más dulce por los caramelos)
alguien del corro preguntó:

–La luna, abuela,
¿qué es la luna?.


Su respuesta fue rápida y eléctrica:

–La luna, niños,
es el OVNI de Dios.


(Si era progre la abuela).

Y es eterna la abuela.
Con su índice largo y descarnado
como una aguja blanca
sigue enhebrando estrellas y glicinas
y es más intenso el cielo
en una inmensa noche de verano.


           

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